sábado, 28 de septiembre de 2013

UNA REINA, UN MIEDO...



Del otro lado….
Llegó una melodía,
Es la voz de una llamada

El Sanyasi
(Poema dramático)
Rabindranath Tagore



Me hice a la mar muy temprano, era el último viernes de agosto y ya había pasado la ultima onda tropical que impedía navegar. Sobre el bote “El reto”, desprovisto de motores u otras formas mecánicas, tan sólo un par de velas que parecían estar a punto de irse con la acción del viento travieso.

El muelle era inestable, creo que sería el efecto de los nervios que hacían su mejor juego; conforme me alejaba del madero flotante que era aquello, sentí como la causa de mi viaje ya me estaba alcanzado. Decidí no mirar atrás y extendí la mirada hasta el inmenso mar que estaba al naciente.

Se apagaron los vientos cálidos de esos días y tan sólo el olor a salitre impregnaba el ambiente caribeño; frondosos mangles invitaban a ver, sin embargo, tomé remo en mano y seguí el rumbo previsto, estaba seguro hallaría el motivo material de ese viaje, ya que el de fondo, estaba ya en curso y no mostraba mejoría en mi interior.
Las olas ya no tenían contemplación y daban sus mejores arrebatos a la embarcación, por fortuna, en días de sol la mar se distrae en ver la imperfección que sobre ella pasa. Como impulsado por un deseo que amenazaba con petrificar mi cuerpo, pese a la elevada temperatura, dejé los remos, ya la brisa hacía su trabajo y atrás rápido dejé algunas islas verdes y llenas de silencio.

Ya no tenía excusas y entonces, como condenado a una sentencia que asumí cruel, decidí mirar aquello que era el centro de todo este viaje: profundidad del mar. Sudaba copiosamente, al punto que las manos destilaban agua igual de salada y miré: abajo, tan azul como infinito, la inmensidad se iba haciendo forma y entonces sentí la turbación que me atormentaba, la enormidad del mar.

El pecho agitaba como un volcán, y la mirada no dejaba de buscar una razón que el corazón me hiciera parar, sentí tanto miedo, como si fuese el acumulado de toda una vida justificada entre sonrisas falsas, esa que sirve de mampara para no dejar ver lo que en verdad se siente.

Recuerdo pasaron cuerpo bajo ese azul infinito, no pensaba en nada, tan sólo miraba algo para aferrarme al miedo que me embargaba y al punto, tal sería mi descontrol que caí como llamado por alguna fuerza a la cual no podía más resistirme. Sentí como descendía y el azul apretaba mi pecho entre sonrisas que no conocía.

Trayendo fuerzas de donde no supe, coordiné el ascenso con los pulmones a reventar por la falta de aire, subía y el miedo se despegaba de mi antigua piel; se hacía más cristalina la superficie y miré un infinito rayo de luz que indicaba estaba fuera del mar. No miré al fondo mientras flotabas, pues temía la fuerza me volviese a arrastrar.

Ya sobre el medio del bote noté no se movía pese al viento que agitaba las raídas velas y entonces pude entenderlo todo: desde niño aquello a lo que más he temido es el mar y eso no me dejaba avanzar, había llegado a un estado de perturbación que mecánicamente lancé el ancla antes de entregarme a vivir el miedo de toda la vida. Al fin pude seguir el recorrido sin temer a tanto que bajo de mi se movía.

Ya el poniente daba en mi rostro y el ocaso mostraba una paz infinita; entonces al fin llegué. La ensenada era de belleza sin igual y la playa traía para nunca más dejar marchar; y allí estaba ella, dormida sobre el cerro izquierdo, con sus manos dobladas y la larga cabellera que hacía de cortinas a la entrada de aquel lugar. Dice la leyenda que era la reina de las sirenas que decidió volverse de piedra y en montaña convirtió.

La culpa fue del amor, la intriga y la traición, pero de eso haré referencia en otro tiempo. Ahora, con el agua hundiendo mis piernas sobre la arena, contemplaba aquella belleza y a su frente, al otro lado de la ensenada, la inmensa puerta por donde entró el amor que nunca más salió.


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